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Julio Anguita: La Transición, un mito que se descompone

Julio Anguita: La Transición, un mito que se descompone 1

Durante décadas hemos venido escuchando desde fuera e incluso desde dentro de nuestra casa, las excelsitudes de aquella transacción entre dos miedos: el de la orfandad de quienes perdieron al dictador y el de los que habían previsto otra situación muy distinta: la ruptura democrática.

Desde entonces la Transición ha sido planteada y aceptada (salvo excepciones) como una operación política modélica por la que se pasó desde una dictadura fascista a un sistema de democracia parlamentaria sin el trauma ni los conflictos inherentes a este tipo de cambios. La realidad que se ha ido imponiendo es que para unos la llamada Transición fue un armisticio necesario para recomponer fuerzas y hegemonizar el proceso y su desarrollo consecuente y para otros, ingenuos, casi el summum consecuente con los sacrificios, luchas, cárceles y mártires que habían jalonado la terrible travesía.

 

La Constitución que venía a sellar el pacto, redactada entre miedos y pies forzados de obligado acatamiento, contenía en sí misma los embriones de los problemas que hoy están a la vista de todo el mundo. Aceptada la monarquía, vinieron en cascada los demás pies forzados de los que me permito cuatro ejemplos:

 

– Aceptación del Real Decreto de 22 de Enero de 1977 por el que monarca designaba a su hijo Felipe como Príncipe de Asturias sin esperar a que funcionase el parlamento surgido de unas elecciones. Ante el hecho consumado la Ponencia Constitucional tuvo que acudir a copiar casi en su literalidad, el artículo 60 de l Constitución de 1876. El único cambio consistió en cambiar la palabra “hembra” por la de “mujer”.

 

– Copiar sin apenas cambios el artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado de 1967 y reproducirlo como el 8 de la Constitución.

 

– Reproducir el artículo 8 de la citada ley franquista en el artículo 56. 3. sobre la inviolabilidad del Jefe del Estado.

 

– Aceptación de que todavía el Rey no haya cumplimentado lo que le obliga el artículo 61 de la Constitución acerca del acatamiento de la misma por parte del monarca.

 

Tampoco es ninguna casualidad que la Constitución al hablar de los Derechos Fundamentales en el Título I, vaya describiendo y pormenorizando con rotundidad en los Capítulos I y II, los derechos y libertades de tipo político; una rotundidad que desaparece cuando en el Capítulo III se relacionan bajo el epígrafe de “principios rectores” lo que en la solemne Declaración de Derechos Humanos de la ONU en 1948 se contemplan como Derechos Económicos y Sociales.

 

Es sorprendente la facilidad con la que la Constitución de 1978 contempla la cesión de soberanía a instancias económicas y políticas a organizaciones e instituciones internacionales. El estudio comparativo con otros países evidencia bien a las claras que tanto la cuestión de la OTAN como la de la CEE estaban en la hoja de ruta de quienes viniendo del franquismo se amoldaron a la nueva situación pero sin perder ni un ápice de su fuerza.

 

Al contemplar el desarrollo de las políticas económicas y sociales de las últimas décadas no podemos por menos que admitir la hegemonía conservadora en todo el proceso. Una hegemonía que ha venido gobernada tanto por el PSOE como por el PP.

 

Dejo para último lugar la cuestión de Cataluña. Los hoy se quejan escandalizados de las reivindicaciones de los nacionalismos conservadores (no olvidemos esta peculiaridad clave) deben volver sus ojos al texto constitucional vigente; es confuso y contradictorio como corresponde a un apaño para ir tirando. La Constitución en su artículo 2 dice:

 

– “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad e la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”

 

Veamos dos extravagancias del texto:

 

– ¿Cómo se puede decir que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española? Todas las constituciones dignas de tal nombre se fundamentan en la llamada Soberanía Nacional; el que se hable de la unidad de España será en todo caso un anhelo, un deseo, pero nunca un fundamento constitucional.

 

– Pero la madre de todas las confusiones reside en el texto cuando habla de nacionalidades y regiones como dos cosas diferentes. ¿Por qué son unas nacionalidades y otras regiones? ¿En qué se diferencian?

 

Los redactores no tuvieron más remedio que admitir una evidencia que el franquismo no pudo erradicar: Galicia, Euskadi y Cataluña desde la II República eran consideradas nacionalidades y en consecuencia con una entidad especifica.

 

Por otra parte, y también desde la II República en un proceso interrumpido por la sedición fascista de 1936, se habían empezado a tramitar estatutos de las regiones pero con una diferencia con los de las nacionalidades.

 

Fue el “café para todos” el que introdujo la confusión en una cuestión que ya estaba asumida por la memoria colectiva recuperada visiblemente a la muerte de Franco.

 

El problema se ha vuelto vidrioso por tanto enredo y por tanta dilación. Creo que en estos casos el Derecho a Decidir es una norma de obligado cumplimiento que la Transición no ha podido obviar. De aquella chapuza vienen estos lodos.

 

Julio Anguita González

 

 

Fuente: mundoobrero.es

 

 

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